sábado, 31 de marzo de 2012

Domingo de Ramos


+: Jesús             C: Cronista           S: otros personajes

PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
SEGÚN SAN MARCOS 14, 1-15, 47.

Faltaban dos días para la Pascua y los Ázimos. Los sumos sacerdotes y
los letrados pretendían prender a Jesús a traición y darle muerte. Pero decían:
S.-- No durante las fiestas; podría amotinarse el pueblo.
C. Estando Jesús en Betania, en casa de Simón5 el leproso, sentado a la mesa,
llegó una mujer con un frasco de perfume muy caro, de nardo puro;
quebró el frasco y se lo derramó en la cabeza. Algunos comentaban indignados:
S.- ¿A qué viene este derroche de perfume? Se podía haber vendido
por más de trescientos denarios para dárselo a los pobres.
C Y regañaban a la mujer Pero Jesús replicó:
+. Dejadla, ¿por qué la molestáis? Lo que ha hecho conmigo está bien
 Porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis socorrerlos
cuando queráis; pero a mí no me tenéis siempre. Ella ha hecho lo que podía:
sé ha adelantado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. Os aseguro que,
en cualquier parte del mundo donde se proclame el Evangelio,
se recordará también lo que ha hecho ésta.
C. Judas Iscariote, uno de los Doce, se presentó a los sumos sacerdotes para
entregarles a Jesús. Al oirlo3 se alegraron y le prometieron dinero.
El andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
PAUSA
El primer día de los ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual,
le dijeron a Jesús sus discípulos:
S. ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?
El envió a dos discípulos diciéndoles:
+ -- Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua;
seguidlo, y en la casa en que entre, decidle al dueño: “El Maestro pregunta:
¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?
Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes.
Preparadnos allí la cena.
C. Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que
les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Al atardecer fue con los Doce.
Estando a la mesa comiendo dijo Jesús:
+-- Os aseguro, que uno de vosotros me va a entregar:
uno que está comiendo conmigo.
C- Ellos, consternados, empezaron a preguntarle uno tras otro:
S. ¿Seré yo?
C. Respondió:
+- Uno de los Doce, el que está mojando en la misma fuente que yo.
El Hijo del Hombre se va, como está escrito; pero,
¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!; ¡más le valdría no haber nacido!
C. Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición,
lo partió y se lo dio diciendo:
+- Tomad, esto es mi cuerpo.
C. Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias,
se la dio y todos bebieron.
Y les dijo:
+- Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos.
Os aseguro, que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba
el vino nuevo en el Reino de Dios.
C. Después de cantar el salmo, salieron para el Monte de los Olivos.
Jesús les dijo:
+- Todos vais a caer, como está escrito: «Heriré al pastor y
se dispersarán las ovejas.»
Pero cuando resucite, iré antes que vosotros a Galilea.
C. Pedro replicó:
S.- Aunque todos caigan, yo no. Jesús le contestó:
+- Te aseguro, que tú hoy, esta noche, antes que el gallo dos veces,
me habrás negado tres.
S. Pero él insistía:
Aunque tenga que morir contigo, no te negare. Y los demás decían lo mismo.
Fueron a una finca, que llaman Getsemaní y dijo a sus discípulos
+- Sentaos aquí mientras voy a orar.
C. Se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir terror y angustia,
y les dijo:
+- Me muero de tristeza: quedaos aquí velando.
C. Y, adelantándose un poco, se postró en tierra pidiendo que, si era posible,
se alejase de él aquella hora; y dijo:
+- iAbba! (Padre): tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. 
Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.
C. Volvió, y al encontrarlos dormidos, dijo a Pedro:
+- Simón, ¿duermes?, ¿no has podido velar ni una hora? Velad y orad,
para no caer en la tentación; el espíritu es decidido, pero la carne es débil.
C. De nuevo se apartó y oraba repitiendo las mismas palabras. Volvió,
y los encontró otra vez dormidos, porque tenían los ojos cargados.
Y no sabían qué contestarle. Volvió y les dijo:
+- Ya podéis dormir y descansar. ¡Basta! Ha llegado la hora;
mirad que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores.
¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega.
PAUSA
C. Todavía estaba hablando, cuando se presentó Judas, uno de los doce,
y con él gente con espadas y palos, mandada por los sumos sacerdotes,
los letrados y los ancianos. El traidor les había dado una contraseña, diciéndoles:
S.- Al que yo bese, es él: prendedlo y conducidlo bien sujeto.
C. Y en cuanto llegó, se acercó y le dijo:
S.- ¡Maestro!
C. Y lo besó. Ellos le echaron mano y lo prendieron.
Pero uno de los presentes, desenvainando la espada, de un golpe
le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote. Jesús tomó la palabra y les dijo:
+- ¿Habéis salido a prenderme con espadas y palos, como a caza de un bandido?
A diario os estaba enseñando en el templo, y no me detuvisteis.
Pero, que se cumplan las Escrituras,
C .Y todos lo abandonaron y huyeron.
Lo iba siguiendo un muchacho envuelto sólo en una sábana;
y le echaron mano; pero él, soltando la sábana, se les escapó desnudo.
Condujeron a Jesús a casa del sumo sacerdote, y se reunieron
todos los sumos sacerdotes y los letrados y los ancianos.
Pedro lo fue siguiendo de lejos, hasta el interior del patio del sumo sacerdote;
y se sentó con los criados a la lumbre para calentarse.
Los sumos sacerdotes y el sanedrín en pleno buscaban un testimonio
contra Jesús, para condenarlo a muerte; y no lo encontraban.
Pues, aunque muchos daban falso testimonio contra él,
los testimonios no concordaban. Y algunos, poniéndose de pie,
daban testimonio contra él diciendo:
S.- Nosotros le hemos oído decir: «Yo destruiré este templo,
edificado por hombres, y en tres días construiré otro no edificado por hombres.»
C. Pero ni en esto concordaban los testimonios.
El sumo sacerdote se puso en pie en medio e interrogó a Jesús:
S.- ¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que levantan contra ti?
C. Pero él callaba, sin dar respuesta. El sumo sacerdote
lo interrogó de nuevo preguntándole
S.- ¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?
C. Jesús contesto.
+- Si lo soy. Y veréis que el Hijo del Hombre está sentado
a la derecha del Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo.
C. El sumo sacerdote se rasgó las vestiduras diciendo:
S.- ¿Qué falta hacen más testigos? Habéis oído la blasfemia
 ¿Qué decidís?
C. Y todos lo declararon reo de muerte. Algunos se pusieron a escupirle,
y tapándole la cara, lo abofeteaban y le decían:
S- Haz de profeta
C. Y los criados le daban bofetadas.
PAUSA
Mientras Pedro estaba abajo en el patio, llegó una criada del sumo sacerdote y,
al ver a Pedro calentándose, lo miró fijamente y dijo:
S. - También tú andabas con Jesús el Nazareno.
C. El lo negó diciendo:
S. - Ni sé ni entiendo lo que quieres decir.
C. Salió fuera al zaguán, y un gallo cantó.
La criada, al verlo, volvió a decir a los presentes:
S - Este es uno de ellos.
C. Y él lo volvió a negar.
Al poco rato también los presentes dijeron a Pedro:
S. - Seguro que eres uno de ellos, pues eres Galileo.
C. Pero él se puso a echar maldiciones y a jurar:
S - No conozco a ese hombre que decís.
C. Y en seguida, por segunda vez, cantó el gallo.
Pedro se acordó de las palabras que le había dicho Jesús
“Antes de que cante él gallo dos veces, me habrás negado tres”, y
rompió a llorar.
Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, 
os letrados y el sanedrín en pleno, prepararon la sentencia; y,
atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato.
Pilato le preguntó:
S.- ¿Eres tú el rey de los judíos?
C. El respondió:
+ - Tú lo dices.
C. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas.
Pilato le preguntó de nuevo:
S. - ¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan.
C. Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba muy extrañado.
Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran.
Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que
habían cometido un homicidio en la revuelta.
La gente subió y empezó a pedir el indulto de costumbre.
Pilato les contestó:
S. - ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?
C. Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia.
Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que
pidieran la libertad de Barrabás.
Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó:
S.- ¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?
C. Ellos gritaron de nuevo:
S.- Crucifícalo.
C. Pilato les dijo:
S.- Pues ¿qué mal ha hecho?
C. Ellos gritaron más fuerte:
S.- Crucifícalo.
C. Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les soltó a Barrabás;
y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio - al pretorio y
reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura,
le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado,
y comenzaron a hacerle el saludo:
S.- ¡Salve rey de los judíos!
C. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron;
y, doblando las rodillas, se postraban ante él.
Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa.
Y lo sacaron para crucificarlo. Y a uno que pasaba, de vuelta del campo,
a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo,
lo forzaron a llevar la cruz. Y llevaron a Jesús al Gólgota
(que quiere decir lugar de «La Calavera»), y le ofrecieron vino con mirra;
pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas,
echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno.
PAUSA
Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación
estaba escrito: EL REY DE LOS JUDIOS. Crucificaron con él
a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda.
Así se cumplió la Escritura que dice: «Lo consideraron como un malhechor.»
Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo:
S.- ¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días,
sálvate a ti mismo bajando de la cruz.
C. Los sumos sacerdotes, se burlaban también de él diciendo:
S.- A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar.
Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz,
para que lo veamos y creamos.
C. También los que estaban crucificados con él 10 insultaban.
Al llegar el mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde.
Y a la media tarde, Jesús clamó con voz potente:
+- Eloí Eloí lamá sabactaní. (Que significa:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?)
C. Algunos de los presentes, al oírlo, decían:
S.- Mira, está llamando a Elías.
C. Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre,
la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo:
S.- Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo.
C. Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró.
(Todos se arrodillan, y se hace una pausa)
PAUSA
El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.
El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo:
S- Realmente este hombre era Hijo de Dios.
C. Había también unas mujeres que miraban desde lejos;
entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago el Menor y
de José y Salomé, que cuando él estaba en Galilea,
lo seguían para atenderlo; y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén.
Al anochecer, como era el día de la Preparación,
víspera del sábado, vino José de Arimatea, noble magistrado,
que también aguardaba el Reino de Dios;
se presentó decidido ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús.
Pilato se extrañó de qué hubiera muerto ya; y, llamando al centurión
 le preguntó si hacía mucho tiempo que había muerto.
Informado por el centurión, concedió el cadáver a José.
Este compró una sábana y, bajando a Jesús, lo envolvió en la sábana y
lo puso en un sepulcro, excavado en una roca, y rodó una piedra
a la entrada del sepulcro. María 
Magdalena y María, la madre de José, observaban dónde lo ponían.

Palabra del Señor

sábado, 24 de marzo de 2012

V Domingo de Cuaresma


LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN 12, 20-33

En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos gentiles; éstos acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban:
Señor, quisiéramos ver a Jesús.
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó:
Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré? : Padre líbrame e esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre glorifica tu nombre.
Entonces vino una voz del cielo:
Lo he glorificado y volveré a glorificarlo
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo:
Esta voz no he venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
Palabra del Señor

domingo, 18 de marzo de 2012

Lectura para la festividad de San José


LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 1, 16.18-21.24a
Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo, José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo:
-José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mando el ángel del Señor.
Palabra del Señor

El culto a San José nació en la edad media como consecuencia de la devoción a la infancia de Jesús. Fueron San Bernardo y Santa Teresa de Jesús quienes alentaron la devoción, siendo el papa Gregorio XV en 1621 quien elevó a fiesta de precepto y Pio IX en 1879 lo declaró patrono de la iglesia universal.
José es el hombre justo descendiente de David, que tomó por esposa a María, asegurando así el entronque del Mesías con la casa real de Israel.

A continuación una selección de párrofos escritos por Santa Teresa hablando de San José:

Y tomé por abogado y señor al glorioso san José y me encomendé mucho a él. Vi claro que, tanto de esta necesidad como de otras mayores, de perder la fama y el alma, este padre y señor mío me libró mejor de lo que yo lo sabía pedir. No me acuerdo hasta hoy de haberle suplicado nada que no me lo haya concedido.
Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, y de los peligros de que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece que les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; pero a este glorioso santo tengo experiencia de que socorre en todas, y quiere el Señor darnos a entender, que así como le estuvo sometido en la tierra, pues como tenía nombre de padre, siendo custodio, le podía mandar, así en el cielo hace cuanto le pide.
Y esto lo han comprobado algunas personas, a quienes yo decía que se encomendasen a él, también por experiencia; y aun hay muchas que han comenzado a tenerle devoción, habiendo experimentado esta verdad.
Querría yo persuadir a todos que fuesen devotos de este glorioso santo, por la gran experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios. No he conocido a nadie que le tenga verdadera devoción y le haga particulares servicios, que no lo vea más aprovechado en la virtud; pues ayuda mucho a las almas que a él se encomiendan.
Quien no hallare maestro que le enseñe a orar, tome a este glorioso Santo por maestro y no errará el camino. No quiera el Señor que haya yo errado atreviéndome a hablar de él; porque aunque publico que soy devota suya, en servirle y en imitarle siempre he fallado. Pues él hizo, como quien es, que yo pudiera levantarme y no estar tullida; y yo, como quien soy, usando mal de esta merced.
Una vez estaba en un apuro del que no sabía cómo salir, pues no tenía dinero para pagar a unos albañiles, y se me apareció san José, mi verdadero padre y señor, y me dijo que no faltaría dinero y que los contratara; y así lo hice, sin un céntimo. Y el Señor de modo maravilloso que asombraba a los que lo oían, me proveyó.
Aunque tenga muchos santos por abogados, tengan particularmente a san José, que alcanza mucho de Dios.

sábado, 17 de marzo de 2012

Mensaje de Curesma 2012 de SS. Bendicto XVI


Queridos hermanos y hermanas
La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.
1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.
El primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).
La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.
El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein—es el mismo que indica la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.
2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.
Este ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana.
Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).
3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.
Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.
Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).
Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.
Vaticano, 3 de noviembre de 2011

BENEDICTUS PP. XVI